¡MALDITOS CUENTOS DE HADAS!

Recuerdo claramente mi fascinación frente a un televisor, viendo la historia de La Cenicienta, cuando tenía sólo un par de años. La vida de una tipa opacada, con el sueño de calzar una zapatilla que la hiciera digna de tomar del brazo al príncipe de un reino fantástico… ¡Qué mierda haber visto La Cenicienta!


¿Acaso no sería mejor que en pro de la salud emocional de todos, sacaran de circulación tan violenta y atroz historia, que sólo nos llena la cabeza de modelos y porquería?


¿Acaso no has estado tentado a comparar a tu pareja con esa imagen absurda de príncipe todo poderoso, de hombre salvador?


¿Acaso nos ha desechado de manera violenta a hombres reales, porque sus historias de vida no concuerdan con las de los príncipes encantados?


Debo confesar que la Cenicienta y sus secuaces cumplieron su cometido conmigo en un periodo de mi vida. Moldearon mi deseo y mi cabeza, y me incrustaron un criterio de selección exigente y voraz, que por algunos años, me llevó a buscar de manera torpe y hambrienta a ese príncipe rescatador y guerrero, que en lugar de hacerme feliz, sólo me robaba la fuerza.


Ese príncipe de vida perfecta, de pies sobre la tierra, de futuro absolutamente claro, de cuerpo fuerte y dispuesto a ponerse como escudo delante de mí para protegerme, para evitarme la fatiga de sacar mi pecho y enfrentar al “enemigo”. 


Ese superhéroe aburrido y predecible que sólo se convierte en sombra pesada que apoca; con su disfraz que nos llena de ansiedad, y que nos exige llevar una vida digna de salvación, o una vida deseosa de perfección, buscando llegar a ser lo que él ya ha logrado, y lo que nosotros hasta ahora soñamos ser inspirados por ese modelo.


Lo busqué una y otra vez, estuve cerca, abrigado, protegido. Volé por el cielo con él, pero luego de cumplir la misión que la Cenicienta me había encomendado, y gracias a la aparición de un príncipe de los de verdad, logré sacudirme, un poco, de tanta estupidez. 


Me enamoré de alguien de carne y hueso, y la idolatría no fue la motivación. Ni mucho menos el deseo de protección y socorro, conocí a un príncipe real.


Mi príncipe era un chico, suficiente como para sentirme con un igual con quien sacar el pecho juntos, frente a lo que se viniera. No tenía los brazos tan largos como para abrazarme y abstraerme de la realidad, no!, me mantenía en ella, vivo. 


Sus brazos eran fuertes, pero no pretendían parecer el camino a la salvación, porque él no ostentaba la pose de salvado, y sabía que su papel conmigo no era recogerme, era acompañarme, abrazarme para recargar mis fuerzas, las propias, las mías, cuando se debilitaran por momentos.


Era guapo, muy guapo, pero de verdad. Y aunque podía generar comentarios con respecto a su belleza, no caminaba como pavo real para lastimarme la confianza. Me hacía sentir que estaba conmigo, no me retaba con su presencia llamativa, como exigiendo agradecimiento por su existencia o por haberme elegido. Me sentía amado por él, y no en deuda por sus favores para conmigo.


Era un hombre completo, pero no “desquiciadamente” varonil, no era de esos machos cabríos que te exigen comportamientos de caricatura de hombre y limpios de cualquier asomo femenino o delicado. Además, se vestía sin uniforme de Príncipe Azul, prefería la libertad y el atrevimiento, y eso me “encantaba”.


Su vida no era perfecta, al contrario, era tan imperfecta como la mía, que por esos días aún se enmascaraba en la pose de estabilidad excesiva. Su vida era humana, y tenía drama, como la vida de todos. Secretos, como la vida de todos. Y verdades gritadas, como mi vida y la suya.


No tenía los pies amarrados a la tierra, ni un “plan de vuelo” con coordenadas fijas. No estaba seguro de lo que vendría, y eso me permitía respirar tranquilo, porque me hacía sentir que la vida se puede vivir sin planes aprobados a largo plazo.


Me enseñó que a veces no está mal dejar la ropa por ahí, que a pesar de que algo esté apretado, siempre hay espacio para dos, y que el amor real es capaz de desenredar lo que las historias de los cuentos de hadas, nos han amarrado de manera tan fuerte. 


Me enseñó, que podíamos caminar paralelamente, no uno delante del otro, como subestimando su fuerza o la mía. Me enseñó que los príncipes de verdad sí existen y, a pesar de que se fue, siempre estará conmigo, porque me movió el corazón.





Sin duda, adentro de mí deben reposar algunos vestigios de esos cuentos fantásticos del amor, de zapatillas y príncipes. Seguramente algún día desalojarán mi vida del todo, por ahora estoy complacido, porque ya tuve a un Príncipe de verdad.

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